Perfección en la esfera humana.

Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto. Mateo 5:48. 


Nuestro Salvador comprende perfectamente la naturaleza humana y nos dice a cada uno: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”. Así como Dios es perfecto en su esfera, así debe serlo el hombre en la suya. A quienes reciben a Cristo se dirigen estas palabras llenas de esperanza: “A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. 

Ellas nos indican que no debemos conformarnos con nada que sea inferior a un carácter sobresaliente y elevado, formado a la semejanza divina. Cuando se posee un carácter tal, la vida, la fe, la pureza de la religión constituyen un ejemplo instructivo para los demás.

Pero se chasquearán los que esperan contemplar un cambio mágico en su carácter sin que haya un esfuerzo decidido de su parte para vencer el pecado. Mientras contemplemos a Jesús, no tendremos razón para temer ni para dudar de que Cristo es capaz de salvar hasta lo sumo a todos los que acuden a él. 

Pero podemos temer constantemente para que nuestra vieja naturaleza no gane otra vez la supremacía, no sea que el enemigo invente alguna trampa por la cual seamos otra vez sus cautivos. Hemos de ocuparnos en nuestra salvación con temor y temblor, pues Dios es el que obra en nosotros así el querer como el hacer su buena voluntad. Con nuestras facultades limitadas hemos de ser tan santos en nuestra esfera como Dios es santo en la suya. 

Hasta donde alcance nuestra capacidad, hemos de manifestar la verdad, el amor y la excelencia del carácter divino. Así como la cera recibe la impresión del sello, así el alma ha de recibir la impresión del Espíritu de Dios y ha de retener la imagen de Cristo. 

Hemos de crecer diariamente en belleza espiritual.Fracasaremos con frecuencia en nuestros esfuerzos de imitar el modelo divino. Con frecuencia tendremos que prosternarnos para llorar a los pies de Jesús, debido a nuestras faltas y errores, pero no hemos de desanimarnos. Hemos de orar más fervientemente, creer más plenamente y tratar otra vez, con mayor firmeza, de crecer a la semejanza de nuestro Señor.

 Al desconfiar de nuestro propio poder, confiaremos en el poder de nuestro Redentor y daremos alabanza al Señor, quien es la salud de nuestro rostro y nuestro Dios.


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