Los días finales

La caída del hombre llenó todo el cielo de tristeza... Los ángeles suspendieron sus himnos de alabanza. Por todos los ámbitos de los atrios celestiales, había lamentos por la ruina que el pecado había causado. El Hijo de Dios, el glorioso Soberano del cielo, se conmovió de compasión por la raza caída. Una infinita misericordia conmovió su corazón al evocar las desgracias de un mundo perdido. Pero el amor divino había concebido un plan mediante el cual el hombre podría ser redimido. La quebrantada ley de Dios exigía la vida del pecador. En todo el universo solo existía uno que podía satisfacer sus exigencias en lugar del hombre. Puesto que la ley divina es tan sagrada como el mismo Dios, solo uno igual a Dios podría expiar su transgresión. Ninguno sino Cristo podía salvar al hombre de la maldición de la ley, y colocarlo otra vez en armonía con el Cielo. Cristo cargaría con la culpa y la vergüenza del pecado, que era algo tan abominable a los ojos de Dios que iba a separar al Padre ...